Enigma
domingo, febrero 26th, 2017 | Barcelona, Restaurantes
Parecía que nunca llegaría el momento, pero todo llega. Enigma, el nuevo y, con diferencia, más ambicioso proyecto de Albert Adrià bajo el manto de los hermanos Iglesias, ha visto la luz. Atrás quedan meses, muchos meses, de planificar y replanificar. Y es que el producto final ha ido adquiriendo una dimensión enorme. Y no me refiero a la física, que también, sino más bien a la gastronómica… o metagastronómica, ese nuevo concepto que da más miedo que un manual de cocina molecular en manos de un cocinero con más pretensiones que criterio.
Los asiduos al blog apreciarán una reducción en el número de imágenes del post, que habitualmente cubre la totalidad de los platos de la crónica, pero piden moderación en la divulgación de las mismas, así que me limitaré a una muestra de ellas y en un encuadre más cerrado y enigmático que de costumbre.
De hecho, aunque vaya en contra del propósito de este cuaderno, recomiendo a aquellos que tengan una reserva a corto plazo que, para evitarse spoilers, no continúen con esta lectura. Y es que la experiencia en Enigma, más allá de una brutal sesión de alta gastronomía -que no solo cocina-, tiene un componente lúdico que, sin duda, se ve acrecentado por la sorpresa.
Acceso al recinto mediante clave personal de usuario. Tranquilos, confirmo que no se bloquea tras los primeros intentos fallidos. Superado mi momento de nerviosa torpeza dactilar, el clic de la puerta anuncia el acceso permitido. Y allí estamos, con la mirada inquieta, entre las aguas y sedas del techo, y el deslumbrante despliegue de metacrilatos y brillos diseñados por RCA -firman también el interiorismo de Les Cols-, que revisten lo que nos presentan como el Ryokan, la sala de bienvenida, sin duda mucho más acogedora y cálida, pero con cierto aire a la guarida de Supermán.
Toma de contacto con el espacio, mientras un reconstituyente té de hibiscus acompaña los primeros snacks, en tímido aunque significativo avance del nivel técnico que estará presente en toda la velada.
Mawün, la lluvia de la Patagonia, pura, virginal, ligera… y embotellada, claro, nos recibe en La Cava, enigma destinado a decidir con tranquilidad el maridaje de la experiencia, tomando asiento por primera vez, mientras uno de los cocineros se esmera en el montaje just-in-time de una segunda fase de snacks marcada por la delicadeza de las texturas.
Pero no solo de sólidos vive el foodie. Ni siquiera de aguas inmaculadas, y la complicidad jerezana inicia un interesante prólogo en el capítulo de la coctelería, apartado de ponderación considerable en la experiencia enigmática.
Así, en intensidad creciente, se disfruta del ligerísimo Velo, en sugerente complicidad con el parmesano, de profundos amargos, o con los juegos ácido-dulce presentes en la frambuesa o en la fruta de la pasión. No dejamos Jerez, pero subimos color y cuerpo en el Shede, perfecto para batallar con la trufa negra. De la fragilidad del crujiente a la caricia del terciopelo, en un nigiri de calamar con coco que trae recuerdos imborrables de Cala Montjoi, en esa ineludible referencia que tardará un tiempo en sacarse de encima Enigma -aunque lo hará, como lo hizo Tickets-.
La potencia del erizo de mar no es mal cierre, y menos la sencilla elegancia del cubo de nori con caviar oscietra -vaya, nos cuesta vender nuestro nacarii, y este sería un marco inmejorable-.
El momento álgido de la coctelería llega en La Barra, quizás algo largo para disfrutarlo de pie. Puesta en escena distendida y recepción con bombón líquido. Del bocado de Mae tae al sorbo de Menisco. Mientras, un maridaje inverso -en este enigma la copa es lo primero-, que explora nuevas texturas del daikon, o manifiesta, entre otras cosas, que no solo es el champagne el mejor amigo de las ostras.
Sigue el lucimiento del barman y, en el estallido cítrico del layer, la exuberancia y la aportación más exótica de la serie, desde el propio finger-lime de la copa a la quebradiza hoja de shiso con ugli y pasión. La chispa del jengibre cierra el enigma con brío. Aun así, soy un nostálgico, y admito cierta añoranza de la conseguida integración que este apartado tenía en la fórmula Metamorphosis del 41º.
La mesa llega con el Dinner, el formato más convencional de la noche… dentro de un orden. Ambiente íntimo, elegante. Mesas amplias y generosos espacios entre ellas. Los bocados se tornan medias raciones, y se van sucediendo a ritmo relajado, el que marca el comensal. Algunos, muy buenos. Otros, sensacionales. Eso sí, llegan sin presentación, sin explicación alguna de ingredientes ni elaboraciones. Enigma total.
La solución llega tras apurar el plato. Se llora con los guisantes, en secreto idilio con un compañero que no es lo que parece… pese a serlo. O se reinicia el paladar con cromatismos verdes achispados por un raifort disfrazado de wasabi.
No sé qué me gusta más, si el wagyu o el erizo de mar, pero no hay problema, es el día para comprobarlo. O el de ver gazpachos imposibles. O el de convertir un velo de leche en hilo conductor de un plato.
La soja madurada se hace etérea. Y más sobre un hígado cuya textura lleva las elucubraciones más cerca del rape que del pato. Pero para texturas, la alcachofa, fondant, más seductora de lo que nunca creyó ser, en fogoso contraste con un recio crocante braseado.
El buey de mar lleva su coral al corral. Y, sin salir del shock, es fácil empatizar con una pequeña patata que nos abre su cremoso corazón.
Paréntesis, que toca un paseo por La Planxa. Junto a La Barra, o incluso más que esta, el enigma más expuesto. Show-cooking en estado puro. Algunos medios coinciden en citarla como una de las fases favoritas de la experiencia. Es cuestión de gustos, está claro, pero es innegable que es el más fácil de imaginar como un exitoso spin-off. En nuestro turno, la buena química entre Guilherme y Maxine transmite buen rollo.
De hecho, a tiempo real, enrollan incluso un blini de los que marcan un antes y un después, Los ahumados, por dentro y por fuera. Y las huevas, sin pasteurizar, también hacen que se vean con otros ojos las de toda la vida.
Más daños colaterales en un tamal que crece ante los ojos, con el borboteo de la campana de vapor sobre la plancha brillante -escójase la acepción que se quiera-.
Se lleva la caballa. Aquí llega intachable. Y vuelve a hacerlo. Lomo versus ventresca… Aunque ese escabeche, en nueva textura de relumbrón, les roba plano.
Se hace tarde y se ponen cariñosos, acariciando espardenyes y gambas, ya sea con brutales pilpiles o con la sencillez de los propios jugos entibiados.
Acabamos donde empezamos. Los ahumados del pan de queso completan el particular círculo de La Planxa. A todo esto… ¿a quién se le ha ocurrido maridar esta parte con sake? El Junmai Ginbou (bodegas Kumazawa) hace mejor, si cabe, ese tremendo brioche empapado en suero de parmesano, rebozado al instante del mismo queso recién fundido en la propia plancha, y de resultado tan crujiente como profundo. Subidón. Se explica la euforia de los comentarios.
El regreso al Dinner no se presume fácil. Albert lo sabe y tira de cocina con mayúsculas. Sabores clásicos, excelsos fondos y elaboraciones pausadas para un sprint final que en demasiados menús largos sobra.
Aquí no. Destaca la codorniz, recreándose incluso en ese pequeño prólogo de intenso canapé que recuerda los juegos de Joan Roca con las carnes de pedigrí. En la copa, la sorprendente propuesta del carrasquín de La Zorrina (2013), del asturiano Dominio del Urogallo, más motivo para acordarme del gran Celler.
Se cierra el salado con una merecidísima reivindicación. Una gran salsa hecha plato. Clásica donde las haya. Más francesa que la marsellesa, pero no me la imagino mejor napando las mollejas de L’Essentiel.
También hay dulce en el Dinner. Un par de muestras, que el despliegue de divertimentos queda para el siguiente enigma. Ortodoxia, aunque pocos riesgos en el primer pase. Y más de los que parece en el segundo. Aunque la ejecución, impecable en ambos, no admite discusión. Y si la hubiera, fácil de disipar entre los higos fresquísimos del primer sorbo de La Perlara 2014 (Ca’Rugate).
El último enigma es 41º. El nuevo 41º… que es el antiguo, ya veréis. Allí, lo dicho, el despliegue de petis. Todos con nombre. Descriptivos, alegóricos o metafóricos, pero de la lámina de manzana con curry rojo me llevaba una bolsa.
Y otra del mató de yogur.
Menú a 220, al que hay que sumar vinos, cafés y los cócteles del 41º. Con todo ello y el ejemplo del maridaje propuesto, del que me falta por citar el champagne de Dehours (Les Vignes de la Vallée) y el grüner veltliner de Veyder Malberg (Liebdich 2014), la cifra se acercará los 350 euros por cabeza.
¿Técnica? Mucha. ¿Vanguardia? Sí. ¿Ingenio? En cada plato. Pero sobre todo, cocina, mucha de ayer y mucha de hoy. ¿De mañana? Se verá, pero, sinceramente, no creo que lo pretenda. Lo que importa es el plato que sale cada día. Y ahí, lo bordan. Hay sabor, contrastes, armonías, o todo a la vez, a veces de forma sutil y otras poderosa. ¿Es el nuevo elBulli? ¡Qué más da! Es Enigma.
Post written by Daniel Muro
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