Ricard Camarena
sábado, septiembre 30th, 2017 | España, Restaurantes
Probablemente junto al Noor de Paco Morales y el trasladado Coque de los hermanos Sandoval, el nuevo emplazamiento de Ricard Camarena en el Bombas Gens Centre d’Art era una de las nuevas plazas que más ganas tenía de conocer del panorama gastro español.
Han pasado ya unos cuantos años desde que el apellido Camarena empezara a sonar con fuerza por su trabajo en L’Arrop. Y ya a poco tiempo de dejar el proyecto -con una estrella- para aventurarse en solitario en su primera ubicación de Dr. Sumsi, se empezó a hablar de la evolución de su cocina. No llegué a conocer personalmente esta primera propuesta propia pero, vivida ya esta segunda, es evidente que Ricard no solo ha crecido, sino que se ha convertido en uno de los chefs con un discurso más sólido del nuevo panorama gastro actual.
Para aderezar la experiencia, un entorno espléndido. La reconvertida fábrica de Bombas Gens, ahora centro de arte contemporáneo, destina nada menos que 1.000 de sus metros cuadrados al nuevo proyecto de Camarena, que se inicia en una confortable zona de recepción inicial, en pequeñas mesas bajas frente a la barra de montaje de los snacks, donde se elige el menú -tres opciones en función de la longitud- mientras se distruta de la primera parte del denominado Preludio. La segunda parte de los aperitivos llegará ya en la mesa definitiva.
Pero no nos avancemos. Nos estrenamos en la nueva puesta en escena de Camarena con la vista perdida entre los altísimos techos y nuestra reconstituyente infusión fría de verduras asadas, con el balsámico de la hierbabuena y la elegante oxidación del amontillado.
Y llegan los bocados sólidos. Como el de lechuga, envolviendo una original ensaladilla rusa a la que la corbina le da una textura diferente. O el de piel de calabacín, otro fresco soporte, en este caso alojando un impecable steak tartar con requesón. Un canapé de nabo, con rábano y huevas de arenque, culmina el primer trío de snacks y confirma las intenciones de Ricard de -además de aliviarnos del calor de Valencia- ampliar el abanico habitual de acentuadores de sabor y condimentaciones alternativas -con cítricos, hierbas, colaturas…-, destacando en esta primera fase el acertado uso de picantes amables.
El segundo trío eleva un punto más la intensidad sápida. Golosísima la cebolla, con mantequilla de anchoas y ajonegro. Como la patata nueva, con all i pebre y almendra, o el higo con pato y una cremosa reducción de fondillón.
Pequeño desplazamiento al interior del complejo, acomodo en nuestra mesa del comedor principal y, aún con la retina fijada en el espectacular espacio, al que ahora se le suma la perspectiva de la cercana cocina abierta, cerramos el minimenú del preludio con el apio a la brasa -gran repertorio de envoltorios en este inicio-, con pollo y mostaza, y tremendo mini sándwich de cabrito, con puerro y hierbas.
Momento para una breve incursión en la barra que preside la cocina. A Ricard le sirve para transmitir sin intermediarios su filosofía. Al comensal, para confirmar en primera persona el respeto de un chef por su producto, su pasión por la riqueza natural de su región, y por la firmeza de unas convicciones que, con talento y bien trabajadas, y con la técnica al servicio del sabor, ofrecen magníficos resultados. Y no hacen falta extravagancias para ello. Ni siquiera un exceso de vanguardia. La justa. Con sentido común y cariño -un cuidado huerto propio también ayuda-, Ricard consigue pequeñas maravillas, como esos purísimos tomates a los que intenta alargar su longevidad haciendo conserva artesana -¿por qué se perdió este hábito? ¡que vuelva!-. Aunque ojo, sin el soberbio umami de mar de esa joya de colatura de anchoa no sería lo mismo.
De regreso a la mesa, y empezamos oficialmente nuestro Menú Degustación -el mediano, por cierto-. Lo inicia un clásico del chef, una carnosa ostra valenciana, en curioso juego de texturas con el aguacate, el matiz tostado del sésamo y una aromática horchata de galanga, de nuevo con la chispa bien medida del picante. Me encanta esa sensación de sencilla complejidad.
Oxímoron igualmente aplicable a la ensalada de verano, con infusión -descomunal- de tomate ahumado, quisquilla, bayas y hierbas.
Nuevamente producto al desnudo con la berenjena asada, con ventresca de atún rojo y salsa de hierbas de costa.
Platazo de cocochas con espárragos blancos -sí, las conservas propias lucen- y, lo mejor, una potente holandesa de la merluza y levadura que invita a perder los papeles con el pan -mejor el blanco que el acroissantado, un punto aceitoso para mi gusto-.
Bien ubicado, el consomé de calamar y manzanilla reconforta el paladar. Límpido, delicado, sensual, con trompetas de la muerte y unos ñoquis de calabaza solo superados en ternura por el propio calamar, relleno. Por cierto, si alguno no lo conoce aún, no os perdáis el fantástico libro de Ricard de hace un par de años en el que aparece una variación de esta receta: Caldos, el código del sabor… ¡cuánta verdad!
Sabores puros, nítidos, en el rodaballo a la plancha con patata y judía bobby. Y de nuevo una salsa de excepción, ahora en forma de una velouté del propio rodaballo que consigue no penalizar la ligereza del plato a pesar del evidente colágeno de la cabeza del pescado.
Solo una carne en un menú fresco y ligero, muy llevable pese a su extensión. Roastbeef de solomillo de ternera, jugoso y tierno, levemente ahumado para acabar de marcar sabor, con pequeñas lentejas beluga y su vinagreta. Y cogollo a la brasa, por supuesto, para no perder la costumbre de la parte verde.
El capítulo dulce se inicia con un prólogo de tres prepostres. Reparadores y muy trabajados. Aunque la potencia del jugo fermentado de tomates y albahaca thai me cuesta.
No así la galleta fría de anís. Ni el eucalipto con mandarina y albahaca limón.
Brutal el pastel templado de manzana, con vainilla y una inspirada chispa de pimienta negra, gran parte de su éxito junto a la divertida y amorosa textura apoyada en la tapioca. Lo dicho, el fin justifica la técnica.
No hacemos cafés, pero sí petis: Cremosa roca de pistacho, una galletita de chocolate especiado con muchos más matices de los esperados, y un adictivo plátano asado con chocolate y especias. Excelentes los tres, culminan un menú sin fisura alguna.
El maridaje de un menú tan sápido y particular no es fácil. Hay uno propuesto que, obviamente, apunta grandes maneras -por cierto, cada vez más introducidos los vinos generosos-, pero nos apetece una sola referencia y apostamos por defender la intensidad de la noche con el grand cru de Paul Bara y el pinot noir de su Grand Millésime 2008, champagne seductor, de nariz compleja y, pese a la frescura y sutileza de paladar, cuerpo vinoso y buena estructura. Buen ejemplo de este nuevo concepto de vinos gastronómicos.
170 euros por cabeza en la que me atrevería a catalogar como la mejor experiencia gastronómica de las últimas temporadas en un restaurante con 1 estrella Michelin… ¿Una estrella? ¿Una sola? ¿En serio? Dudo que no le pongan remedio este mismo año.
Post written by Daniel Muro
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